¿ES
usted tan guarro como pretende?, preguntamos educadamente. Y
educadamente Alex de la Iglesia contesta que sí. Añade que entiende y
«perdona mucho» la dejadez aguda en los demás. ¿Entonces es posible
mantener una relación íntima con él sin ducharse ni lavarse los
dientes?, indagamos. Responde enfático: «Facilita mucho la relación poder ser un cerdo con tranquilidad». Aunque matiza que prefiere ser un cerdo él y que la otra parte se mantenga pulcra.
Bien empezamos, y mejor seguimos: «El domingo es el peor momento de la semana y del hombre,
todo se para, todo se cierra, y te encuentras contigo mismo, con todos
tus defectos y carencias». Vaya. ¿Y eso es malo? «Pues sí, para mí no es
un día de descanso sino de angustia y depresión; yo prohibiría los
domingos, e intentaría negociar a cambio dos sábados».
Le
recordamos que la tarde del domingo es el momento elegido por muchos
españoles para ir al cine… «Lo sé, y me parece fantástico, pero yo
prefiero ir el viernes por la noche», se enroca. A los diez años dejó
asimismo de ir los domingos a misa, aunque a veces lo echa de menos. No
por la misa en sí sino porque «antes de ir mi padre ponía música clásica
y góspel, y esto era una costumbre sana, como ir a por pasteles para la
comida».
Sin
misa, sin góspel y sin pasteles, Álex de la Iglesia se hunde a plomo en
el terror dominical a la nada. Sobre todo al caer la tarde, cuando
acaece el «encontronazo con el no-ser, con el máximo sinsentido». ¿Se
refiere al fútbol?, preguntamos en alas de la intuición. Pues sí: «No entiendo el fútbol». Lo considera «un espectáculo absurdo»,
particularmente visto por la tele, y acrecienta su angustia más aún si
cabe «saber que no participo en algo en lo que participa todo ser
humano, en especial todo hombre, es como un hándicap muy grande a mi
heterosexualidad». Se debate entre lamentarse por no ser como los demás y
presumir de que «en gran medida soy lo que soy por no haber jugado al
fútbol de pequeño». Asegura que en su clase solo había tres niños que no
jugaban al fútbol, y que los otros dos se suicidaron.
Resumiendo,
que odia los domingos por todo. Lo único que salva son los ratos que
pasa con sus hijas de 8 y 10 años en fines de semana alternos (es padre
divorciado) y alguna salida nocturna, «aprovechando que esa noche está
todo vacío y no te encuentras a nadie».
Ahora
que Álex de la Iglesia ya nos ha revolcado todo lo que ha querido en el
estruendoso tsunami de su personaje, buscamos un momento de calma para
decirle que en conjunto nos parece una persona muy feliz. Se ríe como un
niño pillado en falta. Le arrea un manotazo a su teléfono móvil cuando
suena, que por cierto suena con la música de «Psicosis».
Poco a poco sus ojos (los tiene hermosos y serios, como la voz y las
manos) se aquietan y ahondan. Asoma un ser tan gamberro como
trascendente.
«Yo
es que me angustio muchísimo», matiza lo de ser feliz, «y lo peor es
que me angustio con tonterías». No tiene problema con las desgracias
verdaderamente graves, «a ese nivel lo llevo bien, soy bastante sensato»
-¿como la protagonista de «Melancolía», de Lars von Trier?-, en cambio
se puede desmoronar «ante un simple comentario, una mirada o un tuit,
algo nimio».
Reflexionamos
juntos si esa hipersensibilidad a la microdesgracia no será un daño
colateral de la empatía. Uno da de sí películas e historias porque ve lo
humano con mayor definición que otros, y sobre todo porque se proyecta
constantemente en ello, pero claro, vivir así, tan proyectado, agota. Te
hace más vulnerable a la geometría variable de los demás. «Alguien hace un solo gesto y yo inmediatamente construyo un mundo», gime, «a veces me emparanoio yo solo hasta niveles muy, muy obsesivos».
«Entonces
cuidado conmigo, por favor no me habléis, no me toquéis ni me digáis
nada, que hay explosiones en cadena en mi interior», concluye, no
resignándose a no acabar dando miedo. Tranquilo, le decimos: usted no es
satánico -ni de Carabanchel-, es la vida, que es así. Y él, suspirando
con toda su alma: «Ya».
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