Si me preguntaran sobre la revolución que se nos viene encima y que
nos va a desconcertar a todos, respondería, sin vacilar, la irrupción
del aprendizaje social y emocional en nuestras vidas cotidianas.
Ahora más que nunca nos estamos dando cuenta de la necesidad de
acabar de una vez por todas con el desdén sistemático hacia nuestras
emociones básicas y universales. Antaño, se aparcaban las emociones -o
peor aun, se destruían- en el caso de que afloraran. Sea como fuera, en
ningún caso la gente profundizaba en su conocimiento y ni mucho menos se
planteaba la idea de gestionarlas. Hay que tener en
cuenta que el único conocimiento con el que venimos al mundo, lo poco
que traemos incorporado «de fábrica», es un inventario de respuestas
inconscientes a afectos, pasiones y olvidos de quienes nos rodean.
Que son innatos es algo que en realidad contemplamos desde hace ya algo más de un siglo. De entre su obra, Charles Darwin
fue el autor de un tratado fascinante, pero que quizá pasó algo
desapercibido a la sombra de su célebre «El origen de las especies».
Hablo de «La expresión de las emociones en los animales y en el hombre»,
un libro cuya tesis defiende esta naturaleza innata de las emociones.
En sus páginas, el naturalista analiza cómo por medio de nuestra
expresión facial y de nuestra gesticulación comunicamos lo que nos pasa
por dentro a los demás. Por lo general esto, expresar nuestras
emociones, lo hacemos de manera instintiva: nadie nos ha enseñado a
sonreír.
Antes de que podamos explicar con palabras y de modo consciente qué
sentimos, desde la cuna ya damos a conocer las emociones básicas y
universales que nos embargan. Y hasta ahora, no hemos sabido hacer otra
cosa que machacar esos sentimientos con los que llegamos al mundo.
Afortunadamente, estamos descubriendo por fin la prioridad que
deberíamos otorgar al aprendizaje emocional. Algo que está constatando
la ciencia es la importancia de la gestión de las emociones básicas y
universales y de su prioridad frene a los contenidos académicos como la
capacidad de cálculo de los más pequeños, la caligrafía, la gramática…
Incluso la adquisición de valores queda en un segundo plano. Aquí, en
aprender a manejar las propias emociones –que no reprimirlas, como hemos
venido haciendo durante siglos- reside la clave del éxito de los
futuros adultos.
Es requisito indispensable para aprender a gestionar
las emociones el saber contar con el resto de la manada. La
inteligencia, sea emocional o de cualquier otro tipo, o es social o no
es inteligente. Hasta tal punto es esto cierto que el reconocimiento
social de lo que uno dice y hace es un buen indicador de la salud del
individuo. El último mono en la escala social carece de buena salud,
mientras que la de los diez primeros suele ser excelente. La relación
con los demás es esencial para que el individuo sobreviva y por ello,
forjar una inteligencia emocional pasa por adquirir habilidades
sociales. No basta con mirarnos al obmligo, también debemos ser capaces
de entender qué conmueve, perturba o alegra a quienes tenemos al lado.
No hay duda de que tenemos que tejer redes sociales. Una persona que
habla dos idiomas en lugar de uno está mejor preparada para afrontar
dificultades. Quien intercambia conocimientos, sentimientos,
chismorreos, genes, o información con otras personas va a salir ganando
por fuerza y encima, la revolución tecnológica nos brinda una
oportunidad de oro. Estamos más conectados que nunca –o tenemos la
capacidad de estarlo-, somos más sociales que nunca –o al menos podemos
serlo- y eso es algo que no se puede desaprovechar. En nuestras manos
tenemos herramientas con las que mejorar nuestro aprendizaje social y
emocional: conocer la importancia del miedo, controlar la ira y
empatizar con nuestro entorno.
Adquirir todas estas habilidades es algo que hay que hacer cuanto
antes y para ello es necesario que la gestión emocional se introduzca en
la educación desde la más tierna infancia. Hoy sabemos, gracias a la
ciencia, que entre los cuatro y los diez años hay que activar los
afectos en los niños para que tengan la curiosidad intelectual
necesaria. Pero por sorprendente que parezca, esta tarea remonta incluso
a los meses previos al nacimiento de nuestros hijos. Hasta hace poco,
nadie tenía en cuenta el impacto que podrían tener los niveles de estrés
de la madre en la criatura dentro de su vientre. Uno de los
descubrimientos sociales de mayor trascendencia de estos dos últimos
siglos es, sin duda, el impacto en su vida de adulto de lo acontecido al
bebé desde su gestación.
Por si no parecen suficientes, hay más motivos que confieren urgencia
a favor del aprendizaje social y emocional. Una razón de peso es el
hecho de que uno de cada tres niños en educación primaria no consigue
adaptarse al mismo tiempo que no tiene otro entorno social al que acudir
que no sea la escuela. Posteriormente, el joven que no acaba de encajar
en el entramado social y con una autoestima por los suelos, regresa
fácilmente a los ritos arcaicos de la especie como la violencia, la
pelea o las drogas.
La manera ideal de reducir los futuros niveles de
violencia, de aumentar los de altruismo, de prevenir los tambaleos de la
salud y, con ello, de disminuir la presión que está colapsando los
sistemas sociosanitarios y la asfixia a todo tipo de prestaciones, pasa
por la temprana puesta en práctica del aprendizaje social y emocional.
La generalización legítima de las prestaciones sociales ha provocado
el colapso frecuente de los sistemas de prestaciones sanitarias,
educativas, de entretenimiento o seguridad ciudadana. Para resolver esta
contradicción debemos reinventar las políticas de prevención y la
manera ideal de hacerlo es introduciendo la gestión emocional. Algo que
se debe abordar de manera transversal desde las aulas y, tan o más
importante, desde nuestros hogares. Ahora más que nunca, la educación
debe apuntar al corazón y estoy convencido de que este informe contribuirá significativamente a este objetivo.
Nota: Este es el prólogo que Eduard Punset escribió para el cuaderno «¿Cómo educar las emociones?», publicado el martes 6 de marzo por el Observatorio FAROS Sant Joan de Déu y que cuyos contenidos fueron coordinados por la Fundación Eduardo Punset.
Fuente: http://www.eduardpunset.es/17525/general/nadie-nos-ha-ensenado-a-sonreir
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